La dimensión urbana de la desigualdad
Por, Alicia Ziccardi, directora del Programa Universitario sobre Estudios de la Ciudad de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)
En el marco de una nueva oleada modernizadora del espacio urbano - impuesta para adecuar el territorio a los requerimientos de la economía global - las ciudades han transformado rápida y profundamente no sólo su fisonomía, sino también las relaciones entre la economía, la sociedad y el territorio. Se trata de construir nuevas relaciones que sustituyan a las construidas durante el proceso industrializador fordista característico del siglo XX. En este contexto uno de los rasgos que signa el espacio urbano en la región es la expansión de las condiciones de pobreza y desigualdad.
En este sentido, las ciudades latinoamericanas no sólo son la expresión espacial de profundas desigualdades económicas y sociales sino que son producto de un intenso proceso de apropiación y uso del espacio urbano de corte neoliberal, generador de nuevas y diferentes inequidades en el acceso a los bienes y servicios de la ciudad. Precisamente son estas desigualdades urbanas las que modifican y amplifican las desigualdades estructurales que han caracterizado históricamente a nuestras sociedades.
Por ello interesa analizar particularmente las dinámicas urbanas de las grandes regiones urbanas (como Ciudad de México, San Pablo o Buenos Aires), en las que existen marcadas desigualdades territoriales asociadas a procesos de diferente naturaleza. Por un lado, se trata de particulares procesos de pobreza urbana y segregación residencial. Por otro, de obstáculos que persisten para el ejercicio pleno de la ciudadanía y los desafíos que enfrentan los nuevos movimientos sociales urbanos para hacer efectivo el derecho a la ciudad.
Desigualdades estructurales y refuncionalización del espacio urbano
Como lo ha señalado Manuel Castells las ciudades son el motor de la economía y asumen el papel de ser los principales medios productores de innovación y riqueza. Más aún actualmente son el espacio de flujos y redes de capital que desterritorializan la producción, el espacio propicio para generar condiciones de competitividad urbana que logren atraer y retener la inversión y generar empleo.
Sin duda, las ciudades albergan los sectores económicos más modernos de la sociedad del conocimiento, generando empleos bien remunerados para la mano de obra que posee alta escolaridad formal y que se inserta los servicios avanzados (la banca, las finanzas, la informática). En particular, se crean elites gerenciales que viven en barrios o zonas exclusivas de la ciudad acordes a sus altas expectativas de vida.
También viven en las ciudades los sectores medios de la población, conformados por heterogéneos conjuntos sociales que se insertan predominantemente en las actividades propias de los servicios a la producción y los servicios personales. Estos sectores logran obtener remuneraciones adecuadas, seguridad social y acceder a múltiples opciones habitacionales en función de su capacidad de ingreso. Sin embargo, la principal es la adquisición o la renta de una vivienda en conjuntos habitacionales.
Pero en un contexto modernizador el hecho socio-económico más contrastante de las grandes regiones urbanas es su evidente desindustrialización y la expansión de actividades del terciario de su economía. Se trata de diferentes formas de empleo precario e informal, muchas veces íntimamente vinculadas a la economía global, pero de muy baja productividad, propias de los servicios personales y del comercio popular pero que permiten obtener un ingreso que en ocasiones es mayor que el de la industria manufacturera. Este es el principal mercado de empleo de los trabajadores con baja o nula calificación que en el caso del comercio popular de calle se apropian de espacios y que confronta cotidianamente el derecho al trabajo con el derecho a la ciudad generando condiciones de conflictividad social y poniendo en tensión el ejercicio de gobierno y de administración urbana de las autoridades locales. Para estos sectores populares la principal forma de habitación es en barrios populares que han tenido distintas denominaciones en las diferentes ciudades de la región (favelas, villas miseria, colonias populares o barriadas) y que se caracterizan por ser el resultado de masivos procesos de auto-producción de viviendas, en terrenos baratos o invadidos, los cuales gradualmente y muchas veces a partir de la lucha social son dotados de infraestructuras y equipamientos básicos.
El resultado de este mosaico de intensas transformaciones económicas y territoriales registradas en muchas ciudades latinoamericanas, en las tres últimas décadas, lleva a que estos espacios urbanos pierdan su principal función de ser un mecanismo de integración social, tal como lo había observado el sociólogo italo-argentino Gino Germani en sus tempranos análisis sobre el populismo. A cambio de ello, surge una nueva morfología urbana, grandes regiones urbanas, dispersas y fragmentadas, en las que persisten o se profundizan las desigualdades socio-económicas y territoriales.
Pobreza urbana y desigualdad territorial
Las relaciones entre las condiciones de pobreza y desigualdad de ingreso que se registra en las ciudades de la región son complejas y su evolución no muestra necesariamente el un comportamiento o tendencia únicos. Un estudio reciente de ONU-HABITAT y la Corporación Andina de Fomento (CAF), realizado en nueve ciudades, indica que la disminución de la población pobre no necesariamente significó una disminución la desigualdad de ingresos. Se observa que en Montevideo, Lima y Panamá la brecha del ingreso se redujo; en el Alto y en Santiago se incrementó; en Santo Domingo, La Paz, Quito y Buenos Aires se mantuvo estable. Por ello puede afirmarse que no existe una tendencia única entre la evolución de la pobreza y la desigualdad de ingresos en las ciudades latinoamericanas.
Ahora bien muchos académicos han señalado ya que, tanto la pobreza y como la desigualdad, son fenómenos muy complejos cuyo análisis no puede restringirse a la dimensión económica; requieren adoptar una perspectiva multidimensional utilizando indicadores tales como: educación, salud o a los bienes de la ciudad cuyo acceso, calidad y distribución suele ser muy inequitativo.
Por ello conviene definir los límites conceptuales que existen entre la pobreza y la desigualdad urbana ya que son conceptos que aunque suelen usarse indistintamente y están interrelacionados son sustancialmente diferentes. La pobreza es un complejo proceso de privación y escasez de recursos económicos sociales, culturales, institucionales, políticos y también territoriales que afecta a los sectores populares y que está asociado principalmente a las condiciones de inserción que prevalecen en el mercado de trabajo: inestabilidad, informalidad, bajos salarios, precariedad laboral. En cierta medida a diferencia de la pobreza rural, que es principalmente pobreza alimentaria y de capacidades, la pobreza urbana es patrimonial, está vinculada a las dificultades para acceder a los bienes básicos de la ciudad, principalmente vivienda, equipamientos y servicios urbanos, transporte o espacios públicos. Por ello como apuntó Townsend en los años setenta del siglo pasado, la pobreza urbana es una pobreza relativa al estándar de vida que es aceptado en una sociedad y un tiempo dado, que está más vinculada a la distribución de los recursos que ofrece la ciudad que a los ingresos de cada ciudadano, que debe vincularse con los patrones y las trayectorias de vida, las costumbres y las actividades particulares que se realizan en el medio urbano. Esto lleva a afirmar que el alto porcentaje de los hogares urbanos pobres en nuestras ciudades es principalmente consecuencia de las bajas remuneraciones que perciben grandes mayorías que se insertan de manera precaria en el sistema productivo, del desempleo puede afectar a varios miembros de una familia, del peso de los hogares para mujeres que son jefa de familias y que se incorporan en el mercado de trabajo de manera desventajosa, recibiendo menores remuneraciones y del elevado número de jóvenes que no logra dar continuidad a sus estudios de nivel medio superior ni incorporarse plenamente al sistema productivo.
Pero también es cierto que a este proceso de acumulación de desventajas sociales que deben aceptar estos colectivos sociales se agregan las desventajas urbanas que genera la localización de las viviendas que habitan, ya sea en zonas centrales degradadas o en masivas periferias urbanas cada vez más lejanas, donde autoproducen precarias viviendas en terrenos de muy bajo precio, carentes de infraestructuras y equipamientos adecuados. En otros casos se trata de viviendas completas en grandes conjuntos habitacionales que son adquiridas a través del financiamiento que otorgan organismos públicos. Se trata de los financiamientos que otorgan los organismos responsables de administrar los ahorros de los trabajadores que acceden a la seguridad social y que forman parte de las políticas de vivienda diseñadas y aplicadas por los gobiernos nacionales. Lo cierto es que estamos en presencia de un proceso de urbanización de la pobreza, es decir, que el peso de la población urbana pobre en el total nacional de los pobres es cada vez mayor respecto a la población rural.
La desigualdad, en cambio, es un concepto relacional, de diferencias y dispersión de la distribución del ingreso y de los recursos en una sociedad. Es claro entonces que la desigualdad está fuertemente relacionada con la pobreza, pero también con la riqueza. Esto es así aun cuando se pueda constatar que dado un ingreso medio, cuanto más desigual es la distribución del ingreso mayor será el porcentaje de la población en situación de pobreza. Pero a ello se agrega que en las grandes ciudades es donde las formas diferenciadas de acceso y calidad de la vivienda y los bienes y servicios colectivos – agua, drenaje, equipamientos, espacios públicos o transporte de calidad- son indicadores inequívocos de grandes desigualdades que existen en el territorio.
Desigualdades urbanas y segregación residencial
En el estudio de ONU-Habitat y la CAF al que ya se hizo referencia se afirma que cuando los procesos de desigualdad de ingresos se acentúan, los ricos se auto-segregan en condominios y los pobres en la periferia. Cuando esto ocurre se agudiza la condición de ciudades divididas, fragmentadas y segmentadas. Pero lo importante es reconocer las diferencias que existen entre estos dos tipos de procesos de segregación residencial aún cuando lo común de ambos es la amplificación de las desigualdades estructurales que se observa en nuestras sociedades.
En el caso de los procesos de segregación de los sectores populares es el acceso a suelo barato lo que ha determinado la concentración de amplios segmentos de trabajadores de más bajo ingreso en barrios de autoproducción social de viviendas, carentes de equipamientos y servicios, los cuales se han ido consolidando con el trabajo colectivo y familiar realizado por sus habitantes y por su capacidad de lucha y negociación frente a los gobiernos locales, responsables de la provisión de estos bienes colectivos de la ciudad.
Pero en el caso de México, más recientemente, se asiste a procesos de segregación residencial de naturaleza diferente producidos por la política de vivienda impulsada desde principios de las década del 2000 por el gobierno federal para lo cual se creó la Comisión Nacional de la Vivienda. La misma se funda en procesos de desregulación del uso del suelo de origen ejidal o comunal y en la disponibilidad de los recursos de los fondos de vivienda de los trabajadores que pasan a ser administrados privilegiando criterios financieros y no de política social. Debe decirse que la ambiciosa meta cuantitativa de producir cientos de miles de viviendas anuales fue alcanzada gracias la existencia de una industria de la construcción en la que se advierte la presencia dominante de un pequeño número de grandes grupos de desarrolladores inmobiliarios que poseen mucha experiencia en el submercado de la vivienda popular y que pudieron expandir su producción recibiendo subsidio gubernamental. Sin embargo, el objetivo de abatir el déficit cuantitativo de la vivienda no alcanza a cubrir la demanda de los sectores de menores recursos, sino a cubrir en el mejor de los casos logra atender las necesidades de los sectores medios bajos. La oferta es principalmente de masivos conjuntos habitacionales ubicados en la periferia cada vez más lejana, en terrenos baratos y en conjuntos constituidos por casas de muy pequeño tamaño que condenan a las familias al hacinamiento; sus diseños y materiales son de baja calidad y muchas veces de la infraestructura, los equipamientos básicos y de recreación que debe ofrecer cualquier ciudad.
Por ello puede decirse que la presencia de estos nuevos y masivos barrios periféricos acrecienta las desigualdades en las ciudades del siglo XXI ya que se construyen muchas vivienda y muy poca ciudad. Ante esto la respuesta de las familias trabajadoras que adquirieron una de estas viviendas, principalmente con la intención de mejorar su calidad de vida y construir un patrimonio familiar, ha sido abandonarlas masivamente lo cual trae como consecuencia el deterioro de ese parque habitacional y la creación de condiciones para que prolifere en estos espacios el vandalismo y la violencia.
En el lado opuesto están los procesos de suburbanización producidos por una oferta de vivienda en enclaves periféricos de clase alta, que pretenden materializar valores como la privacidad, la exclusividad, el medio ambiente saludable, la seguridad privada y las actividades sociales. Estas nuevas formas urbanas, que son formas de autosegregación de las clases altas, también constituye una oferta de vivienda segregada, productora de un enclave urbano sin conexión con estructura urbana consolidada ni con la ciudad central, debilitando el sentido de pertenencia y exigiendo que se inviertan muchas horas de traslado en carro particular lo cual genera efectos ambientales negativos. Lo cierto es que éstos y otros procesos de periferización de la vivienda constituyen fuentes de grandes desigualdades urbanas y sociales.
Ambos procesos están presentes en la mayor parte de las grandes ciudades latinoamericanas y son considerados por la ciudadanía como las principales causas de las marcadas desigualdades urbanas actualmente existentes. Segúnuna encuesta de percepción realizada por ONU-HABITAT la localización de los barrios de la ciudad es considerada el principal componente de la desigualdad urbana. Así, el 37% de los entrevistados consideró que son los barrios pobres y el 34% que eran las urbanizaciones cerradas, producto de la autosegregación de las elites.
Pero no es sólo la vivienda y su localización sino el acceso a los equipamientos servicios básicos otros de los indicadores que expresan claramente el vínculo entre pobreza urbana y desigualdad terrritorial. Mientras que en las grandes regiones urbanas los sectores populares que viven en la periferia pasan por todo tipo de penurias cotidianas para acceder al agua en los barrios de las clases altas la dotación está ampliamente garantizada y los excesos en su consumo suelen ser penalizados sólo a través tarifas más altas. Por ejemplo, en la Ciudad de México, el acceso al agua por día por habitante es marcadamente inequitativo. El promedio del Distrito Federal es de 327 litros por habitante y por día. Una de sus divisiones administrativas internas, denominada Cuajimalpa, dispone de una dotación es de 525 litros, porque allí se localiza un enclave de modernidad denominado Santa Fe, que es el espacio de trabajo y de vida de las elites gerenciales y las clases altas. Mientras que en otra denominada Tláhuac, una de las demarcaciones más pobre que aun conserva actividades rurales de la ciudad, sus habitantes sólo cuentan con cuenta con 177. Es decir la diferencia entre estas zonas de la ciudad es casi de 3 a 1 e indica las dificultades que tienen los sectores populares de la capital para hacer efectivo su derecho al agua.
Pero además otros indicadores tales como hacinamiento y calidad de los materiales de las viviendas, la existencia de espacios públicos abiertos o el acceso a los servicios de basura, transporte público o alumbrado público, tienen comportamientos particulares. Sin embargo, cada uno nutre el proceso de acumulación de desventajas urbanas que comparten ciertos colectivos pobres de la ciudad y que, como afirmamos, amplifican las desigualdades socio-económicas y ponen en evidencia el cúmulo de obstáculos que existen para el ejercicio pleno de los más elementales derechos ciudadanos.
Ciudad, ciudadanía y gobernanza local democrática
Debe decirse que a pesar de que América Latina es la región más desigual del mundo, en la última década se registra una disminución de la desigualdad del ingreso, medida según el coeficiente de Gini. Sin duda, estas mediciones presentan dificultades ya que sus resultados son altamente sensibles a la unidad de análisis territorial considerada, puesto que no es lo mismo medir la desigualdad de la ciudad central o sus divisiones internas que de la gran región urbana donde se registran principalmente los procesos de segregación residencial que describimos. Pero además de estas primeras mediciones puede corroborarse que ha habido un paulatino mejoramiento de la calidad de vida de los barrios populares más centrales, principalmente por tener actualmente una mejor dotación de infraestructura social y equipamientos básicos.
Sin embargo, es mucho lo que resta por hacer para que existan espacios urbanos en los que prevalezcan condiciones materiales y ambientales dignas, haciéndose efectivos los derechos ciudadanos para todos los habitantes de nuestras ciudades, transitando por el camino de construir ciudadanía, de hacer de los habitantes de las ciudades, ciudadanos con derechos cívicos, sociales, culturales, políticos y urbanos.
En un contexto en el que se acrecientan las desigualdades y la pobreza no cede terreno, es difícil lograr la democratización de la gestión urbana y, por el contrario, existen las condiciones propicias para que persistan las viejas prácticas clientelísticas de intercambio de bienes básicos por votos lo cual no permiten avanzar en la construcción de una gobernanza local democrática.
Esto se traduce en cierto desencanto por la democracia representativa como forma de gobierno capaz de garantizar una mejor calidad de vida para el conjunto de la ciudadanía. Asimismo, supone aceptar la existencia de una ciudadanía fragmentada que expresa las grandes desigualdades del ingreso y el acceso diferenciado a los bienes y servicios básicos. Una realidad en la que los derechos son plenamente ejercidos sólo por algunos ciudadanos, mientras que un amplio conjunto dela población vive en condiciones precarias y para acceder a los mismos debe crear organizaciones y movimientos sociales con capacidad de transformar no sólo el espacio urbano sino la institucionalidad del aparato gubernamental y la misma vida social.
Por ello, en años recientes, han surgido nuevos y originales movimientos sociales en varias ciudades de la región, particularmente de Brasil, los cuales reivindican a través de diferentes formas de lucha y negociación el derecho a la ciudad. Se trata de movimientos que apelan a que una parte del excedente, que se genera principalmente a partir de las actividades inmobiliarias, sea redistribuido en zonas populares de la ciudad que requieren de inversión pública para mejorar su calidad de vida. Cuando estos movimientos logran su objetivo alteran sustancialmente las condiciones de desigualdad urbana que caracteriza a nuestras ciudades y avanzan sustancialmente en el ejercicio del derecho a la ciudad.
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