“Nosotros, gentes de meditaciones, de reflexiones y de tinta.”
Escribir es un trabajo de artesanía, un trabajo que Léon-Paul Fargue, fundamentalmente poeta, exploró en sus ensayos y aplicó en sus poemas. Parte de ese trabajo consistió en la búsqueda de escribir lo que no se escribe; superados por la imposibilidad de acceder al exclusivo club de las obras maestras, regidas por el principio de la inspiración, sólo queda a los escritores la tarea de rellenar los espacios que éstas han dejado, los márgenes, los intersticios para los que la inspiración ya no sirve y solamente pueden ser materializados usando la intención.
“El escritor sólo me estimula en tanto en cuanto me desvela un principio físico, en tanto en cuanto me da a entender que podría trabajar con sus propias manos, ser pintor, escultor, artesano, cuando me muestra el sentimiento de lo “concreto individual”. Si no imprime a su obra el carácter de un objeto, de un objeto insólito, me interesa sólo marginalmente.”
¡Ah, París!
Errata Naturae
En el intervalo temporal que transcurre entre las dos guerras mundiales, París es el centro del mundo del arte y de la cultura; no solamente actúa de foco atrayente para los propios franceses, sino que su luz llama a artistas de toda Europa y atraviesa incluso el Atlántico para convertirse en la indiscutible, y tal vez última, capital cultural del mundo. Los ismos, con distinta fortuna, se suceden a velocidad de vértigo, pisándose los talones -y, a veces, los juanetes- y es tan imposible asimilarlos como seguirlos… con una sola excepción, el inédito, localizable pero omnipotente parisismo. Es este ambiente fértil para la infección sectaria el que facilita la aparición de, si no el gran libro sobre París, sí tal vez, el libro que los une a todos, el compendio de todos los textos que han tenido a Lutecia como entorno, como excusa o como protagonista, El peatón de París (Le Piéton de Paris, 1939), formalmente, un ensayo a modo de crónica del poeta francés Léon-Paul Fargue, pero en realidad un inventario detallado y razonado de recuerdos y sentimientos.
El París de los boulevares, de los muelles y de las plazas, en el que se desenvuelve con agilidad este flâneur, no es más que el marco en el que se desenvuelve la vida real, la de los paseantes, los ociosos sentados en las terrazas y las familias en torno a la mesa al otro lado de las ventanas iluminadas del crepúsculo, pero también la nostalgia por el París que fue, la de los fantasmas de los conciudadanos que también pasearon por esos mismos lugares, todos juntos, en un alegre pasacalle que junta a todos los vivos y los muertos.
Fargue acompaña al lector a la búsqueda de la esencia del París eterno, la ciudad de acogida en la que “no es necesario haber llegado a este mundo para ser parisino”, el que resiste el paso del tiempo, el que permanece de antes de los hechos de la Bastilla y que no pudo modificar la reforma de Haussmann; o, más que la esencia, el espíritu, l’esprit, el legado que han dejado las generaciones de parisinos y de foráneos que han hecho de la ciudad su casa, su castillo, su refugio.
“París se reducía entonces para nosotros a una síntesis donde veíamos una bella mujer, un cabriolé, un lacayo, un viejo general, una violetera o un joven oficial a caballo.”
La historia acaban escribiéndola, en mayúsculas, los estados, pero quien la redacta, en modestas minúsculas, es la gente; y los hechos relevantes no son ni las grandes batallas ni los pomposos tratados internacionales, sino la cita diaria en la panadería de la esquina, “el pequeño pequeño mundo que bebe de pie.” Las verdaderas crónicas no son los anales de los historiadores sino las habladurías de los mozos de carga en el Quai d’Orsay o los comentarios de los parroquianos acerca de los muslos infinitos de la última estrella del teatrucho de la plaza Pigalle. Los verdaderos protagonistas son esa nómina de personajes singulares, característicos de París, los artistas, las artistas, la fauna nocturna -“gente que se dedica a la noche como quien se dedica a la pintura”- que lucía planta, ocurrencias y proyectos mientras arrastraba su carencia de francos y de ideas, siempre a la busca de alguien con posibles a quien sablear con su brillante labia o que, mal menor, le pagara la última copa. Fargue se pasea por Saint-Germain, pero no puede disimular su simpatía por los barrios y ambientes populares y bohemios, ni se ahorra sus velados reproches por las zonas más elegantes, como si éstas traicionaran el indefinido pero genuino espíritu de la ciudad.
En definitiva, El peatón de París acaba siendo un homenaje a todos los que ha hecho de la ciudad aquello que ha llegado a ser, un agradecimiento por su legado y un reconocimiento por su aportación; aunque aquellos que no estén muertos arrastren los restos de su grandeza con trajes descoloridos, cuellos deshilachados y zapatos sin suela.
Jan Assman
No hay comentarios:
Publicar un comentario